Por: Johan Mendoza Torres.
Condescendientes con la barbarie que ocurre en el país. Eso es en lo que nos hemos convertido a nivel general como sociedad. Para nadie es un secreto que en Colombia “pasa de todo y no pasa nada”, esa miserable y obsesionada manera de observar el país solo a través de la ventana de aquello que me sucede a mí y solo mí, nos tiene envueltos en la peor tolerancia represiva de la historia latinoamericana.
Herbert Marcuse comentaba que la búsqueda de la tolerancia para muchos grupos de inicios de la Sociedad Moderna llevaba consigo un efecto subversivo y liberador, pues se buscaba reconocimiento en el marco de la segregación tácita que sufrían. No obstante, hoy, la tolerancia se ha degradado a ser una útil sierva de sistemas opresivos que emplean no solo la violencia armada sino también simbólica para mantenerse intactos como formas de poder.
¿Qué interés tienen estos sistemas opresivos conducidos por terratenientes, banqueros, multinacionales, inmobiliarias, corporaciones mediáticas? ¿mantener el orden? Tal vez, solo si se piensa en un cúmulo significativo de rebeldes intentando arrebatarles el poder y en verdad alterando el orden, ¡porque recuerdo que ya ni el orden se quiere alterar cuando se protesta! ¡porque recuerdo que nos quieren poner un marchódromo los cretinos más convencidos!… sabemos que luego del desarme de las Farc-ep (el mejor nombre que se puede dar a un acuerdo fallido), los poderosos de Colombia paulatinamente, luego de brindar y celebrar, han desplegado sus sistemas de dominación hacia campos donde en ocasiones no necesitan disparar una sola bala para seguir intactos en su rol y ejercicio de poder; el caso del Centro de Memoria es perfecto para entender esta idea.
No podemos negarlo, esto está patas arriba y sabemos que en el país las cosas no están bien; masacres, desfalcos, compra de elecciones, asesinatos, desacatos, mentiras, etc.; No obstante, la intención de los opresores no consiste en “mantener el orden”. Su intención en cambio es que nosotros mismos seamos los responsables de mantener el orden, en otras palabras, seamos los responsables de ahogar las posibilidades de una revolución. Sí, una revolución. Colombia no soporta otra cosa que no sea un cambio total de su república, de sus instituciones, de sus elecciones, de sus formas de operar la nación. No soporta ya ésta degradada nación, ninguna reforma o tibieza alguna, hay que demolerlo todo para volver a construir de nuevo.
La tolerancia decía Marcuse, es un fin en sí misma cuando es subversiva, cuando busca inclusión, reivindicación, aceptación legal, social, es esa una tolerancia activa. Pero se convierte en una tolerancia pasiva, cuando se permite un laissez faire (dejar hacer) en favor de las autoridades constituidas que tienen a la sociedad en un atolladero, en favor de los gobiernos que no se autodenominan autoritarios precisamente porque ya ni siquiera reprimen, sino esperan a que sus súbditos se auto repriman ¿cómo?
Dividiendo las causas de una oposición contra sistemática, y encausando pequeñas oposiciones reformistas con intereses tan elevados como su yo se los permita, es decir, cerrados a la posibilidad colectiva…cercenados como realismo político, es decir, sin capacidad de incidir más allá de sus propias consignas. Educando a nivel escolar y universitario en métodos sobre las prácticas sociales, tecnológicas e ideológicas que pasen por alto o ridiculicen la necesidad de la transformación total, y convengan en la funcionalidad como única bandera visible del propósito académico y dejando como resultado su mayor victoria: la naturalización de la idea de que no podemos cambiar la sociedad.
Impulsando a la identidad como la única bandera que “debe” levantar el sujeto quien, al ser educado como agente funcional, se niega a aceptar la necesidad de la transformación total y acepta con gusto la lucha del yo por el yo, de mi verdad por mi verdad, de mi mundo apartado de las circunstancias. Esto degenera en identitarismo, es decir, la ya conocida atomización y peleadera estéril de lo que hace unas décadas se llamó movimiento social; surge entonces sin control intelectual, una división de la división de la conciencia política antes de ser consciencia: puras ganas efímeras y quiméricas de que las cosas cambien, sin tomarse el trabajo de estudiar las cosas.
Haciendo que ese sujeto quede en perfectas condiciones para sumarse a la lógica de mercados de la personalidad que es exacerbada por el capitalismo sediento de perfiles rebeldes que ladran pero que no muerden, que lo justifican en su democracia nominal, en su libertad a través de la única forma que entiende la libertad el capitalismo: la mercancía.
La tolerancia es un fin en sí misma sólo cuando es verdaderamente universal, decía Marcuse, es decir cuando es practicada por quienes gobiernan y por quienes son gobernados. Pero la tolerancia se convierte en un simple medio de control, cuando se tolera la marcha de opositores al uribismo, pero también se tolera la marcha de quienes defienden directa o indirectamente la masacre de inocentes a manos de un aparato militar y paramilitar con tal de desarticular una rebelión armada. Tolerar todas las manifestaciones de un yo exacerbado por emociones y no por conclusiones políticas, es dar paso al fin explícito de la democracia. El “vale todo” es igual al “aquí no pasa nada”. Cuando la masacre de inocentes es concebida como parte del paisaje de nuestra realidad nacional, entonces todos formamos parte de los asesinos.
Cuando la indignación es más grande por aquello en lo que nos educan las corporaciones mediáticas, es decir por vidrios y paredes dañados, que por las masacres que no cesan en Colombia, entonces la tarea está hecha. Nadie obliga, pero las conductas son intervenidas a niveles psicosociales. La defensa de un sujeto es su capacidad crítica, pero está paralizada porque pasamos del dolor a la risa en tres segundos de memes. No podemos vivir llorando porque ¿acaso qué podemos hacer? o bueno, ¿acaso nos enseñaron algo diferente a preguntarnos “¿acaso qué podemos hacer?”? nada. Nada.
Reír es mejor que llorar. Estar feliz es mejor que estar triste, ruge así con fuerza natural nuestra psique humana, nuestro animal eterno. Y no sé exactamente en qué momento hacemos el salto a concluir “es mejor estar sin indignación que con indignación” y entonces toleramos represivamente toda esta mierda que pasa en Colombia.
Nada… esta columna solo era para recordar que al ver todo lo que está haciendo este gobierno con nuestras riquezas, con nuestro futuro nacional, con nuestra gente, con nuestros recursos y sin hacer nada, denota indudablemente que somos unos cobardes.
El fascismo llegó, se instaló en el Palacio de Nariño y nosotros nos quedamos detrás de los celulares, detrás de los argumentos para no actuar como deberíamos, detrás de ese sitio que me asegura no meterme en absolutamente nada que me robe mi personalidad inconforme, pues, al fin y al cabo, el inconformismo en un país bajo la tolerancia represiva es el acto más funcional a los opresores.
¿Qué tendrá que pasar entonces? ¿acaso alguien podría saberlo? La duda es elemental, ya que la alteración del orden represivo que hoy existe en Colombia podría figurarse como la primera piedra de lo que, empleando el término de Lezama Lima, podría llamarle una imago (temporalidad en potencia) de cambio. Sin esa imago, para el colombiano promedio es mas aceptable la idea de un chip en una vacuna, que la del cambio histórico que podría lograr.
Hay que comenzar de ceros…y hasta los cobardes tienen utopías, en realidad es una, es común, es una causa, es una idea, popular, no tiene género, no tiene color, es pura, es única: destruir a quien les produce miedo.