Por Jeyfer Acosta Maldonado
Esta semana su nombre volvió a ser el eco de una tragedia en la que se mezclan agentes del Estado, paramilitares, secuestro, tortura y múltiples violaciones por parte de sus captores. Ante la inoperancia de la justicia colombiana para esclarecer la verdad sobre los acontecimientos de hace 20 años, Bedoya se encuentra ahora ante la CIDH buscando esclarecer las sombras que rodearon este suceso.
Era 25 de mayo del año 2000 cuando Jineth buscaba entrevistarse con jefes paramilitares detenidos en la cárcel Modelo de Bogotá. Ese día junto a su jefe y a su fotógrafo esperando a entrar al penal, tal vez recordó que faltaban tres días para cumplirse un año del atentado contra su madre, y que desde entonces la amenazas habían crecido. Justamente el año anterior, la bestia del paramilitarismo ya andaba suelta en las ciudades y había enfilado sus dientes contra los periodistas de las principales urbes del país. Solo en ese año, 1999, serían asesinados siete periodistas en todo el país entre los que se encontraban Jaime Garzón, asesinado en la capital, y el jefe de redacción del diario El Pilón de Valledupar Guzmán Quintero, quien venía investigando las irregulares acciones de la Fuerza Pública en el Cesar.
Y justo para el mes de mayo de la visita a La Modelo habían asesinado en Colombia a tres periodistas, entre los que se contaba a María Helena Salinas Gallego, periodista radial reportada muerta como guerrillera por parte del Ejercito el 5 de marzo. Corrían trágicos días para el periodismo en el país, y ese era el ambiente en el que Jineth Bedoya, periodista del El Espectador en ese momento, venía adelantando su labor. Meses atrás había pedido protección por el atentado conta su madre y por las diferentes amenazas contra su vida, pero estipularon que su vida no estaba bajo amenaza.
Cuando se abrió la puerta de la cárcel, aquel trágico día, solo había permiso para dejar entrar a su fotógrafo y ella tendría que esperar a fuera a que se resolviera a aquel inconveniente. Momento que aprovechó Jorge Cardona, su jefe, para buscar al fotógrafo que se encontraba a dos cuadras a la espera del permiso de ingreso y fue allí que la otra parte del macabro plan se activó. Bedoya recuerda que fueron solo unos segundos los transcurridos desde la partida de su jefe y la aparición de hombres que le pusieron una pistola 9 mm y se la llevaron a una bodega a dos calles de la cárcel. Así empezaba el secuestro, arrastrada por hombres que la pasaron frente a una patrulla de la policía con cinco agentes, la llevaron a la bodega y de allí a Puerto López. Fueron 16 horas en las que la torturaron, la drogaron, la golpearon, la amenazaron y la violaron entre sus tres captores hasta que se vieron acorralados y la abandonaron desnuda en una solitaria vía que lleva a los llanos orientales.
La devastación, la culpa y la revictimización se apoderaron de aquel cuerpo lleno de hematomas al que habían convertido en la advertencia para el resto de periodistas del país. Entones, con solo 26 años, iniciaría una ruta para encontrar las luces de aquel suceso envuelto en sombras en el que siguen las amenazas, intimidaciones, y hasta hostigamientos del gobierno de turno.
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No sabía Jineth que los años que vendrían serían tan dolorosos y ella misma se convertiría en protagonista de la historia que llevaba cubriendo desde hacía tres años en las cárceles del país. La investigación que estaba haciendo en los centros penitenciarios involucraba esferas de poder que ella conocía muy bien y de las cuales iba midiendo cada paso, pero el mundo del crimen le cerró sus fauces cuando menos lo esperaba. Jineth había pasado de cubrir un motín de presos en la cárcel Modelo de Bogotá a desenredar una compleja red de venta de armas al interior del penal, que se vendían al mejor postor. La guerra que se vivía en todo el país entre guerrillas, paramilitares y agentes del Estado se trasladó a las cárceles con un saldo de asesinatos, descuartizamientos, desapariciones, sobornos y tráfico ilegal en los que los agentes estatales jugaban un papel importantísimo.
Ahora quedaba esclarecer quiénes de todos los actores, interesados en que la verdad sobre lo que acontecía en la cárcel no saliera a la luz pública, había ordenado el secuestro y el intento de silenciamiento contra Bedoya. Lo que arrojarían sus propias investigaciones, como si se tratara de un segundo tomo del libro que ahora escribía con sangre y lágrimas, era que en el complot estaban involucrados miembros de la fuerza pública en una alianza con paramilitares. Esta alianza sería la marca de la bestia que se reconocería en crímenes como el de Garzón o Alfredo Correa de Andreis y seguiría operando desde las sombras aun después de las masivas desmovilizaciones en el periodo Uribe.
Y es precisamente este camino de esclarecimiento el que llevaría a Bedoya a mirar una realidad que venía carcomiendo en silencio a miles de mujeres en todas las regiones del país. La violación como arma de guerra usada sistemáticamente para silenciar y matar en vida a las mujeres era la realidad que los diferentes actores armados trataban de callar. Ahora Jineth no solo cubría una historia de corrupción y tráfico de armas, sino que intentaba poner en el debate público una práctica que se venia usando desde los inicios de La Violencia, pero silenciada una y otra vez. Fue esta realidad la que hizo apartar los relámpagos del suicidio que alumbraban sus ojos cuando aun era ella su propia “victimaria” y la convirtió en una sobreviviente que buscaba no solo exponer su caso sino los miles de casos del que ahora era parte.
La subterránea realidad de la violencia de género en la guerra siempre apareció como una fría estadística en la que los rostros y los nombres desaparecían del mapa, casi que borrados. Y es que solo en las cifras del Registro Único de Víctimas,
que apenas reporta los casos denunciados, habla de 33.141 personas afectadas por delitos relacionados con la libertad y la integridad sexual en el marco del conflicto armado interno. Esta cifra equivaldría a someter a toda la población de Guadas, Socorro o San Vicente de Chucuri a vejámenes sexuales y lo peor es que
el 98% de los casos quedarían en la total impunidad.
En el caso de Jineth Bedoya, gracias a su coraje y determinación investigativa, ha logrado conocer quienes fueron esos tres autores materiales de aquel 25 de mayo. Sin embargo, hasta el momento sigue en las sombras la responsabilidad y la verdad de los autores intelectuales que, según Bedoya, se encuentran cobijados por las altas esferas de poder del Estado. Lo peor de esto, y que refleja la radiografía de la mayoría de casos, es la revictimización por parte de entidades estatales encargadas de impartir justicia, como lo hizo esta semana Camilo Gómez. Él, quien es el representante legal de Colombia ante CIDH, se retiró de la audiencia alegando que no tenían garantías procesales en el caso y recusó a los jueces encargados de escuchar a las partes.
Lo anterior refleja una postura, o impostura, que no reconoce los vejámenes sexuales contra las mujeres en el marco de conflicto por parte de ciertos elementos del Estado cuando hay miembros de la fuerza pública involucrados. Basta con recordar el caso de la niña indígena embera secuestrada y violada por miembros del Ejército Nacional y al le salieron al paso funcionarios del actual gobierno a afirmar que el hecho había contado con el consentimiento de la menor de trece años. El patrón de revictimización y ocultamiento de estos casos es la barrera que intenta desbaratar y visibilizar Jineth Bedoya ante las instancias internacionales ya que la nacionales solo han dilatado y silenciado su dolor, generando más heridas tanto en ella como en el resto de víctimas anónimas y las que saben que ya No es Hora de Callar.
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