«En el silencio del camino se puede escuchar el clamor de los pueblos, el susurro de las aves, el grito incontenible de las víctimas y nos podemos encontrar a nosotros mismos para intentar sanar las heridas que nos ha dejado la guerra. Caminando podremos encontrar aquellas respuestas que han sido silenciadas por el ruido de las estrategias del olvido».
Henry Ramirez Soler Cmf
Caminar para no olvidar, escuchar para sanar, sentir para entender, son algunas de las frases que quedan tras realizar la III Peregrinación a la memoria de los mártires del Alto Ariari, un verdadero ritual en el que nos encontramos víctimas del conflicto, religiosos, estudiantes, profesores, artistas y periodistas, andando por las diferentes veredas del municipio de El Castillo (Meta), escuchando las historias del conflicto armado desde sus protagonistas y sanando, con ellas y ellos, sus heridas.
Nuestra meta: recorrer durante seis días, 14 de las 43 veredas que integran el municipio del Castillo, ubicado entre la cordillera Oriental y la serranía de la Macarena. Conocido según el informe Pueblos Arrasados del Centro Nacional de Memoria Histórica, como la “despensa del país” gracias a sus tierras fértiles y su riqueza hídrica. Pese a esto también se llamaba a El Castillo como “zona roja” o “república independiente” y con la llegada de las FARC a su territorio, El Castillo era señalado de “pueblo guerrillero”, lo que provocó una estigmatización política y social por parte de los entes del Estado, abriendo paso para que narcotraficantes, paramilitares y guerrilleros desencadenaran, después de la creación de la Unión Patriótica, una violencia desmedida en contra de los castillenses.
Casi eran las 9:00 de la mañana, la temperatura aumentaba, conforme el día avanzaba. Al bajarnos de los carros, en el sitio donde se iniciaba la peregrinación, una orquesta compuesta por chicharras y el sonido del viento moviendo las hojas y las ramas de los árboles, nos dio la bienvenida. Este lugar, a pesar de su cálido y tranquilo ambiente fue testigo de cuatro masacres: la primera, el 22 de noviembre de 1986, cuando seis militantes de la UP fueron asesinados en una emboscada paramilitar; la segunda el 29 de febrero de 1988, en la que fueron asesinados otros tres simpatizantes de la UP; la tercera, el 3 de julio de 1988, cuando estructuras paramilitares financiadas por el esmeraldero Víctor Carranza, asesinaron a 17 campesinos y la cuarta, en 1992, cuando fueron asesinados cinco militantes de los partidos políticos de la UP y del PCC entre los que se encontraban María Mercedes Méndez, la alcaldesa saliente del Municipio de El Castillo y William Ocampo Castaño, quien llevaba tres días como alcalde.
Avanzamos un poco más de 10 metros en dirección al otro grupo de peregrinos. Los abrazos, las sonrisas y las bienvenidas iban y venían; algunas personas que habían llegado antes pintaban el monumento en el que se conmemora a las víctimas de las masacres. El padre Henry, un sacerdote claretiano de aspecto bonachón y con su sonrisa tenue que resalta gracias a sus pómulos redondos, dio la apertura a la peregrinación, luego, los demás nos presentamos y compartimos las razones de nuestra presencia en esta travesía.
La siguiente en tomar la palabra fue Jenny Paola García, una de las hijas de María Mercedes Méndez:
“(…) lo que se pretende con la peregrinación, de volver a pasar por estos lugares, es recordar lo sucedido, cierto, para no olvidar y generar estos espacios de reflexión que nos garanticen a nosotros la no repetición de estos hechos tan lamentables para el país (…)”, intervino Méndez
A no más de 300 pasos hicimos otra parada y mientras las hojas bailaban al ritmo del viento, Sonia León, nacida y criada en El Castillo, candidata a la alcaldía razón por la que recibió constantes amenazas contra su vida, tomó la palabra y en medio de frases entrecortadas narró, con nudos en la garganta, cómo en enero de 1996, cuando tenía tan solo 10 años tuvo que ver morir a su padre a manos de paramilitares. Habló también del miedo que sintió la gente por las posibles represalias contra cualquiera que quisiera auxiliarlo. Seguramente varios desearon ayudar, pero el miedo los contuvo como se contuvieron las lágrimas de quienes escuchamos el relato del terror.
Espero que ninguno tenga que volver a vivir un episodio tan doloroso, como es el perder un ser querido, a son de una guerra estúpida”, concluyó León.
Experimentar relatos tan violentos hacen que cualquier cansancio o sufrimiento sea nada, comparado con esa estela de muerte. El viento nos proveía de una sensación de paz casi desconcertante mientras seguíamos avanzando hacia el río Ariari que cruzamos en planchones. Dejamos atrás al río que se volvía frontera, como muchos en Colombia, y entramos a tierras del municipio del Castillo. Caminamos hasta el punto donde fueron asesinados a manos del Ejército Nacional los hermanos Paz Perez: Breiner, Jose y Jairo, el 6 de enero de 2003 en la Vereda el Cable. Al día siguiente sus cuerpos fueron tirados por militares en el parque del casco urbano del municipio El Castillo. En ese punto parecía que el viento era de paz y quería borrar la impotencia y el olor de la sangre que llegaba como ráfaga a nuestra mente.
Reanudamos la caminata hasta que paramos en una finca, en la vereda El Cable. Allí las manos de la señora Ana y dos mujeres más, nos esperaban con un delicioso sancocho. Luego de comer y descansar hicimos un pequeño recorrido por la finca. Había casas abandonadas que la maleza y los árboles se tomaron, un camino lleno de hojas secas rodeado por un sembrado de cacao y un invernadero construido con plástico y madera, donde se depositaban las semillas del cacao para su correspondiente secado. Simultáneamente, Ana, una campesina con lentes y apariencia seria pero amable, nos explicaba parte de la estrategia que tienen de memoria: unas muñecas de trapo, que contienen un audio narrando una historia del conflicto ocurrida en El Castillo.
Con la caída del ocaso debíamos apresurar el paso, hacía falta una última actividad en el parque de la memoria del casco urbano de El Castillo, creado en 2015 como una apuesta regional para la construcción de memoria, aunque muchas de las víctimas de este territorio han manifestado su descontento con los modos y las historias que se narran, debido a que se narran desde un historicismo “oficial” que demerita las experiencias de las víctimas.
El ronroneo del motor del camión en el que íbamos alteraba la tranquilidad del piedemonte llanero por el que avanzábamos, las ramas de los árboles que habían crecido en dirección hacia la carretera chocaban con las barras de metal que componían el techo del camión, haciendo caer sobre nosotros pequeñas hojas y orugas.
El camión hizo una parada frente a una gran casa verde en medio de un par de frondosos árboles de mandarinas. Nos bajamos en este sitio y allí nos esperaba con una gran sonrisa doña Graciela, quien muy animosa nos dio la bienvenida, y durante nuestra estancia nos contó los sucesos amargos que vivió, como el asesinato de uno de sus hijos, la muerte de su esposo y las constantes intimidaciones, abusos y robos por parte de grupos paramilitares por más de 10 meses, hasta que se hartó y decidió ir a buscar a Alias Don Mario, el jefe paramilitar que comandaba en el Meta, y pedirle que le regresaran lo que era suyo.
Él aceptó la petición de Doña Graciela y es así como ella retorna a su tierra pero al llegar solo vio caos, los paramilitares que se habían adueñado de su casa la habían saqueado, destrozado y además le robaron todos sus animales, a pesar de esto ella decidió quedarse y resistir sin importarle que toda la vereda había quedado vacía.
En medio de su narración, que en ocasiones se pausaba con el llanto, doña Graciela se sentía un poco inquietada, como si le preocupara algo, al finalizar su intervención, ese afán tenía una única razón: atender a la visita. Al adentrarnos en su casa pudimos notar el gusto de Doña Graciela por la imagen, las paredes de su casa estaban repletas de fotografías, de recuerdos, su casa y ella, en sí misma, eran la muestra tangible de la memoria, de la huella que deja a su paso la guerra no solo por el dolor sino por la capacidad de superarlo y de hacerle frente con tenacidad y berraquera.
Al salir de su casa nos agradeció a cada uno de los peregrinos por la visita, por la escucha, por interesarnos por lo que había sucedido en su vida. Nuestro compromiso: hacer que otros supieran esa verdad que se esconde entre esas montañas llenas de nubosidad.
Los rayos del sol se abrieron paso en medio de la neblina y las nubes, tras una corta llovizna la mañana se tornó más cálida. El ronroneo del motor siguió mientras nuestros pensamientos divagaban de una narración a otra. Los grandes tramos de llano se escalaron en montañas. El ruido del motor se silencio indicando que habíamos llegado a otro destino: el hogar de Leidy, una joven de estatura baja, sencilla y humilde, quien desde muy temprano se había levantado para recibirnos con un desayuno. Al inicio, se le veía muy entusiasmada y risueña pero esa sonrisa singular fue disminuyendo cuando habló sobre su mamá Yanira Acosta Maldonado, desaparecida el 3 de noviembre de 2003 en Puerto Concordia, y quien permaneció sin ser hallada hasta septiembre de 2018, cuando gracias a las intermediaciones de la Corporación Claretiana lograron que la Fiscalía les regresara sus restos.
“(…) solo le pido a Dios que algún día encuentre a esa persona, que me diga, fue así… Para yo quitarme esa incertidumbre de no poder saber por qué, ni quién (…)”
Luego de que Leidy nos contará su historia Paola, Elkin y Lorena, tres de los artistas visuales que también acompañaron la peregrinación, plantearon realizar dos ejercicios de sanación simbólica: la primera actividad se trataba de escribir en un papelito un sentimiento o un pensamiento del que quisiéramos deshacernos quemandolo en un figura tallada en cera; la segunda propuesta se basaba en el abrazo, en la cercanía, para que en ese sentirse cercanos intentáramos quitarnos el peso emocional que teníamos. Leidy replicó, sin saberlo, algo que ya habíamos oído, tras una época en la que los únicos interesados por su situación era su pareja, su tía y su abuela, llegaron a su casa personas desconocidas a visitarla y escucharla para asi intentar comprender lo que ella había vivido, peregrinos que al marcharse ya no eran forasteros sino paisanos.
Casas llenas de maleza, gigantes de madera que se abrieron paso entre las viviendas y florecieron por los techos y las ventanas, un silencio inquietante, una música lejana proveniente de la única tienda de la vereda. Un ambiente de desolación y abandono a pesar de haber sido, en tiempos pasados, un centro de gran afluencia para las veredas cercanas pero que a causa de la violenta guerra, se fue quedando sola. Así podría describir Miravalles.
Algunos resistentes, como les llama el padre Henry, se quedaron en su tierra o decidieron volver. Pero la situación es dura debido a la falta de visibilización por parte del Estado.
Después de almorzar y descansar, fuimos a recorrer la vereda hasta el cementerio, allí se hizo una misa para conmemorar las víctimas de este territorio. Los habitantes de Miravalles se presentaron y nos contaron cómo tuvieron que desplazarse entre el 2002 al 2003 por los constantes peligros a los que se enfrentaban tras la toma del territorio por parte de grupos paramilitares. Pese a lo crudo de sus testimonios la tristeza no embargo en su totalidad sus narraciones. Muchos tenían planes de volver a asentarse en este sitio y otros ya llevaban algún tiempo resistiendo, a pesar de las duras condiciones. A las personas que nos narraron sus historias se les veía muy esperanzadas con el futuro que esperaban para Miravalles
La bruma era dueña del albor, a pesar de estar en el llano la aurora era fría pero a medida que el tránsito avanzaba se iban calentando los ánimos y las ganas de seguir hasta La Esmeralda, nos separamos en varios grupos y al son del paso se fueron narrando historias propias de cada peregrino. Al llegar Doña María, una señora de estatura baja y de una cabellera gris, nos esperaba con comida. Al terminar fuimos al salón comunal de la vereda que queda frente a la cancha de microfútbol de la escuela, se formó un círculo de la palabra y Luz Neida Perdomo, una mujer de cabello crespo, de una mirada café profunda, y sombrero blanco tomó la palabra, nos contó parte de los sucesos que marcaron su vida en esta vereda, al ser un corredor estratégico para los grupos armados había enfrentamientos constantes en los que la comunidad quedaba en medio del fuego.
“(…) Le doy gracias a la vida porque… Puedo contar la historia, mi papá, mi hermano y el papá de mi hijo no lo pudieron hacer (…)” manifestó Perdomo.
Doña María una de las mujeres que más tiempo ha vivido en este sitio, también nos habló sobre el desplazamiento masivo que hubo en 2002 y 2003 a causa de los asesinatos, las amenazas, la quema de viviendas, los combates entre la guerrilla, los paramilitares y la Fuerza Pública que se vivieron en el territorio, como se menciona en el informe Pueblos Arrasados del Centro Nacional de Memoria Histórica.
Se cerró el círculo de la palabra y nos dirigimos en dirección hacía el monumento donde se conmemoran a las víctimas de la vereda, asesinados tras ser señalados de guerrilleros o paramilitares, en este sitio también se hace memoria de Reinaldo Perdomo Hite, padre de Luz Neida, quien fue uno de los inspiradores para iniciar el proceso de la Zona Humanitaria CIVIPAZ, en Puerto Esperanza.
En este punto era claro nuestro propósito, nuestro caminar tenía un significado más allá de conocer nuevos sitios e historias y de conmemorar la memoria de tantos mártires que dejó la guerra, Estábamos allí escuchando, sintiendo, sufriendo para luego replicar y visibilizar eso que ignoramos o que no nos interesa porque no nos toca.
El recorrido hasta esta vereda prometía ser agotador debido a que íbamos a salir al sol de mediodía, era necesario apurar el paso, llevar bastante hidratación para así cumplir con nuestro itinerario, pero gracias a la amabilidad y el don de servir, característicos de los castillenses, no avanzamos ni medio kilómetro y ya íbamos de nuevo en un camión, aunque el sol, en conjunto con la carpa negra que recubre el camión, hacían de nuestro transporte un sauna móvil.
Ya en la Cima acomodamos nuestras maletas, nos sentamos y nos dieron una pequeña introducción sobre esta vereda que tuvo una gran influencia de los ideales comunistas. Luego de la bienvenida los habitantes convocaron para que peregrinos y locales disputaran un partido de fútbol. Primero fueron equipos mixtos, después hombres vs hombres, en ambas disputas ganaron los locales. Al finalizar los dos partidos todo el mundo se sentó a tomarse una cervezas mientras se hablaba del juego y de otras cosas más sobre la vereda.
Nos volvimos a sentar en círculo y los lugareños fueron narrando algunas tragedias derivadas de la fuerte presencia de la guerrilla en esa zona; luego se replicó la actividad de sanación simbólica por medio del fuego, al mismo tiempo que familiares de víctimas vociferaban los nombres de sus parientes o de sus conocidos. Nombres, fechas y parentescos no paraban de sonar, al parecer todos en la vereda distinguían o eran cercanos a las víctimas; se llevó a cabo una misa, nos dimos el saludo de la paz y en medio de abrazos y sonrisas nos íbamos preparando para comer y armar las carpas para ir a descansar.
Si el día anterior nos habíamos salvado de caminar, este día fue extenuante, el trayecto auguraba ser bastante largo y debíamos cargar con nuestro equipaje. Tras aproximadamente tres horas de caminata por las laderas del piedemonte llanero y el abrumador sol del medio día, llegamos a Caño Dulce, donde nos esperaban con almuerzo y mucha limonada. La violencia tenía otro rostro en este lugar: una perforación exploratoria de minerales conocida como “Guarupayo”. que pretendía -o pretende- hacer una captación de aguas superficiales en nueve veredas de El Castillo, incluyendo a Caño Dulce, lo grave del asunto es que según la Comisión Intereclesial de Justicia y Paz en estos territorios existen cerca de 125 nacimientos de agua, lo que ha secado y contaminado las fuentes hídricas del Municipio.
En Caño Claro nos esperaba un grupo de personas de la vereda, con una misa, los lugareños nos contaron las historias de las que fueron testigos o protagonistas. Entre los más perturbadores narrados por Ever Bernal, -un líder veredal muy apreciado por la gente de la vereda, de ojos claros y de un sentido del humor bastante peculiar- se encontraba el de Jaime Moreno Chiquiza, a quien paramilitares desaparecieron, asesinaron y descuartizaron el 30 de mayo de 2005. Ever contó además como entre los mismos pobladores hicieron el levantamiento de los restos, debido a que ninguna entidad se hizo presente en el sitio.
Luego de un día lleno de cargas emocionales y físicas sólo deseábamos ir a descansar. Armamos nuestras carpas en la cancha de fútbol de la comunidad, todo se fue quedando en silencio mientras esas historias retumbaban en la mente, se apagó el foco y la luz de las estrellas empezó a iluminar todo al alrededor.
Ya van cinco días de caminata, cinco días que han permitido un mayor conocimiento sobre conflicto armado en el territorio castillense, la carga extra de emociones hacía más tedioso cada paso, en momentos impulsaba a seguir, en otros daban ganas de quedarse quieto para tratar de entender tanta tragedia. Hemos recorrido el mismo camino por donde alguna vez pasaron los mártires a los que conmemoramos.
Llegados a la vereda Malavar todos buscaban un sitio sombreado donde sentarse; un patriarca, don Samuel, de párpados caídos, camisa blanca, una sonrisa que a falta de algunos dientes era muy sincera, nos narró en medio de un par de cervezas como paramilitares, guerrillas y Ejército acostumbraban a recorrer esos caminos, y al encontrarse se enfrentaban. También nos contó sobre el asesinato de Elías Fajardo, un campesino que fue presidente de la Junta de Acción Comunal de la vereda Malavar, a quien asesinaron el 30 de agosto de 2003 frente a su casa. Don Samuel también habló de las constantes humillaciones que sufrían los campesinos por parte de los armados. Al parecer sus ojos habían sido testigos de tantas cosas que no bastaría todo un día para poderlas escuchar.
Retomamos el camino, ya no íbamos caminando por senderos rurales sino por la vía que conduce a Medellín del Ariari, la combinación entre asfalto y sol hacía más difícil avanzar. Al ver el letrero que anunciaba la llegada al pueblo pudimos descansar un poco. En la casa cural de la iglesia, nos estaban esperando con café o limonada. Tirados en el pasto dejamos que cayera el atardecer para seguir con las actividades que se tenían planteadas. Luces de esperma, carteles y silencio caracterizaron el recorrido que hicimos por las calles del pueblo; a medida en que íbamos avanzando habitantes del sector se unían o se quedaban observándonos. Paramos frente a una caseta en la que se encontraba reposada la imagen de la Virgen del Carmen, el padre Henry nos contó cómo gracias a la unión del pueblo se había librado de que se los llevaran soldados del Ejército Nacional.
Pasos después arribamos al mural que habían pintado las personas del comité de memoria. Mientras unos ponían alguna palabra sobre éste, otros decidieron empezar a cantar.
– “Yo no sé lo que es el destino. Caminando fui lo que fui. Allá Dios, que será divino. Yo me muero como viví” El Necio – Silvio Rodriguez
Nos dirigimos hacia el Cementerio de Medellín del Ariari donde reposaban los cuerpos de personas asesinadas en masacres, los huesos sin identificar de otras tantas, hermanos, padres, hijos, abuelos que fueron arrebatados por la guerra. Dimos un recorrido por las tumbas hasta llegar a seis cruces blancas donde estaban enterrados los cuerpos de seis campesinos. una luz tenue amarilla emanada de las velas que llevaban la gente iluminaban estas tumbas mientras el silencio se iba apoderando del lugar.
Salimos del cementerio, ya era hora de comer y descansar, algunos peregrinos fueron recibidos en las casas de los habitantes del pueblo, otros nos quedamos en la casa cural. A pesar de que en este sitio había mayor contaminación lumínica, en comparación a las veredas, era posible ver las estrellas, ese momento, de contemplación y silencio, nos sirvió a lo largo del viaje como un espacio en el que la introspección mezclada con la serenidad hacían que cada pensamiento y emoción se hicieran más claro.
Muchas personas que tuvieron que salir de sus casas a causa de la violencia encontraron un hogar en la parroquia, sitio que no solo servía como lugar de encuentro sino también como en eje relevante para la memoria colectiva de los castillenses.
Este fue el último día, Nos bajamos del Camión de Don Olivio, un señor de 1.60 aproximadamente, corpulento y de apariencia tosca, amable, sencillo y muy risueño, quien era el conductor del camión que nos había llevado por varios lugares a lo largo de la Peregrinación.
Llegamos a orillas del río Cumaral, empezamos a caminar cerca a la orilla entre árboles pequeños, que con sus hojas tapaban toda nuestra visión del cielo; pasamos a un sembradío de caña que nos rasguñaba con el filo de largas y verdes hojas, al final de las largas filas de plantas se veía un claro por el que salimos. A voz de Omar Zea, un señor moreno de mirada tímida y un sombrerito muy parecido al de don Ramón, supimos que en ese sitio había ocurrido una masacre en la que mataron a su padre Jacinto Zea, de 60 años, aserrador y dirigente comunal, a su hermano José Antonio Zea, a Bernardino Prieto de 55 años, cultivador de cacao y dirigente comunal, y a los jóvenes Horacio Prieto, Eugenio Prieto, hijos de Bernardino y a Omerly Montoya, trabajador agrario.
Esta era la segunda vez que Omar hablaba en público sobre lo sucedido esa mañana de 90, cuando con sevicia 15 paramilitares sacaron a su padre de la casa y lo hicieron tirarse en el suelo para dispararle a quemarropa con fusiles, lo que dejó el rostro del padre de Omar irreconocible. Pese a que ya llevaban 30 años del siniestro, recordarlo, aún causa mucho dolor en Omar, se le notaba en su mirada. La primera vez que Omar habló fue en la Peregrinación pasada en la que tras su dolorosa narración hicimos un acto de sanación simbólica que consistía en lanzar una roca al río. Días después, en el cumpleaños de Omar él dijo a Carol, una joven que trabaja en la Corporación Claretiana, que ese día de la Peregrinación en la que pudo hablar, descargo muchas cosas de no había podido sacar antes.
Esta vez no lanzamos rocas al Río, sino todos en un círculo dirigimos nuestras manos hacía donde se encontraba Omar, en símbolo de hermandad: Omar era uno, pero todos éramos Omar en ese instante. Salimos nuevamente por los sembrados y nos montamos en el camión de Don Olivio.
Llegamos a puerto esperanza, el sol estaba en su punto más alto por lo que era necesario buscar refugio, El padre Henry nos invitó a seguir a la iglesia del caserío. Allí mientras esperábamos a que llegará más gente, llegaron un gran grupo de niños con el uniforme de la escuela, todos buscaron una silla y los profesores se quedaron afuera, en la puerta, observando el comportamiento de sus pupilos.
Una mujer joven, que llevaba puesta una camisa blanca en la que se encontraba el rostro de una mujer y un muchacho, tomó la palabra. Nos contó algunas anécdotas de su madre y su hermano; les contó a los niños la importancia de Lucero Henao para la escuela donde hoy ellos podían estudiar y porque su presencia le rememoraba algunas cosas de su Yamid Henao su hermano. Los rostros que llevaba en su camisa eran de ellos: Lucero Henao, madre, hija y hermana, presidenta de la Junta de Acción Comunal de Puerto Esperanza, sindicalista, feminista y defensora de los derechos humanos, ella era una mujer berraca y Yamid Henao, el hermano celoso, un estudiante dedicado, risueño y buen mozo así los recuerdan sus familiares y conocimos.
Salimos de la iglesia con dirección hacia la escuela en la que se encuentra una placa en la que se conmemora la vida de Yamid Henao y Lucero Henao a quienes asesinaron con sevicia el 6 de febrero de 2004 un grupo paramilitar. Salimos de la escuela y nos dirigimos hacia la casa de los Henao, sitio donde habían llegado los armados, esa noche del 6 de febrero, para llevarse a Lucero.
“Luceros de Paz” dicta una de las frases que se encuentran en la pared de la casa. Algunas de las personas cercanas a Lucero narraron algunos de los recuerdos que tenían de ella. Al finalizar las intervenciones Elena, una mujer de un rostro tierno, de mirada calma y una sonrisa inquietante, nos invitó a caminar por la ruta donde se habían llevado a su Madre.
Con el avanzar del caminar sus palabras fueron menos y sus lágrimas empezaron a aflorar de sus ojos oscuros. Llegamos a un sitio donde se encontraban dos cruces blancas encerradas por un alambre de púas, el sol comenzó a caer, mientras algunos los rayos de luz que entraban por el medio de las hojas producían un ambiente de calma. Elena retomó su diálogo contó un poco más sobre su madre y hermano. Se quedó en silencio y al final nos transmitió con una sonrisa, la alegría que le producía ver tantas personas a su alrededor, esta vez no armados, sino personas que estaban con ella, para escucharla y que con esa atención que le prestaban su dolor, sus miedos se fueran yendo con cada peregrino.
Elena decía algo que también muchas víctimas nos dijeron o nos hicieron entender, para ellos, era gratificante ver caras nuevas, pero también ver caras familiares de los caminantes que han venido a cada una de las peregrinaciones. Que la importancia de la peregrinación estaba precisamente en eso, en poder transmitir a las personas saberes y sentires. Que la peregrinación es un espacio para recordar en el camino, para sentir en la empatía, para escuchar y así avanzar a espacios que nos permitan sanar en comunidad.