Por Jeyfer Acosta Maldonado
El 21 de marzo pasado se cumplió un año de la masacre en la cárcel La Modelo de Bogotá, en la que murieron 24 internos y resultaron heridas 107 personas entre presos y funcionarios del INPEC.
“Cristian nos llamó como a las nueve de la noche y nos dijo que estaba muy asustado porque había un motín y que la guardia los estaba matando a todos. Se oía mucha bulla y explosiones”. Este era el testimonio de la llamada que recibió un amigo de Cristian González, de 21 años, quien dos días después sería presentado, con tres impactos de bala de fusil (uno de ellos en la cabeza), como una de las 24 víctimas que dejaría la noche del 21 de marzo de 2020 en la cárcel Modelo de la capital colombiana.
Esa noche la ciudad de Bogotá se encontraba en un simulacro de cuarentena, un sábado con restricciones en la movilidad y los horarios, tal vez más callada y solitaria que cualquier otro fin de semana. La noche anterior el gobierno, en cabeza del presidente, anunciaba el inicio de la cuarentena obligatoria a nivel nacional para el día 24 de marzo. Pero la noche atípica del sábado antes del encierro total, se volvió aún más extraña cuando 14 motines en 8 ciudades estallaron de manera simultánea para rechazar la prohibición de las visitas en los centros carcelarios desde 12 marzo, así como el temor por la falta de capacidad para atender la crisis sanitaria de la pandemia dentro de las cárceles.
La noche del viernes 20 de marzo, día en que el presidente anuncia la proximidad de la cuarentena para todo el territorio nacional, se contabilizaban 158 casos positivos del virus. Para el 3 de mayo, Margarita, Cabello que en ese momento era Ministra de Justicia, hacía saber a la opinión pública que de “los 111.000 privados de la libertad, 1.117 han sido reportados como positivos”. Era justamente este el temor y lo que pretendían evitar los internos de dos de los patios de la cárcel La Modelo, que contaba con 5.000 internos sobrepasando en más de la mitad su capacidad, y con solamente 40 funcionarios.
Lo que se rumoraba, según los informes de inteligencia que se conocería a destiempo, es que desde hacía meses había un plan de fuga instigado por miembros de las guerrillas del ELN y disidentes de las FARC. Es decir, que aun con toda esta información circulando en grupos de WhatsApp de los internos, y con todos los detalles de aquellos planes, poco o nada hicieron por mejorar las condiciones, no de sanidad que no era su interés ni competencia, sino de personal de seguridad en esos meses. Y, aun así, tampoco hubo detalles de qué integrantes de esas guerrillas intentarían escapar o si hubo investigaciones y sanciones contra estas personas que estarían tras el plan de fuga. Aquello fue como un globo de aire soltado ante una multitud para distraer y justificar lo macabro de aquellas diez horas de toma y retoma, palabra ésta que ya tiene un lugar en la historia reciente del país.
La noche del trágico sábado antes del encierro general, las redes sociales se inundaron con videos en vivo desde varias cárceles del país en las que se veían incendios, gritos, disparos, sangre y presos heridos o en tránsito a la muerte. Sobre todo, se mantenía en vilo la situación de la cárcel La Modelo en la capital que se mostraba como el punto en que mayor violencia se estaba viviendo, en especial por los disparos que se escuchaban. A las afueras de la cárcel ya se encontraba un cordón de policías y del Ejército para evitar cualquiera fuga, y con ellos empezaron a aparecer familiares y amigos de los internos, quienes se enteraron de lo que sucedía al interior del penal por redes sociales y llamadas desde el interior de la cárcel.
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Adentro, el infierno ardía al son de las ráfagas de fusil, las bombas aturdidoras y los gritos de auxilio ahogados en la sangre y el humo de los colchones encendidos. Según los testimonios de los guardianes en turno, cerca de las 8 de la noche empezaron los disturbios desde los patios 4 y 5 que habrían derribado varias de las antiguas paredes de los pabellones. Una vez derribadas esas paredes, fuera de sus celdas se encaminaron hacia las zonas comunes a tomar una de las garitas de vigilancia, de la cual escaparía uno de los miembros del INPEC saltando desde una altura de 8 metros. Las cámaras de seguridad registraron a los primeros reos saliendo de sus celdas a la 9:43 de la noche, a las 12:18 am empezaron a llegar al área de sanidad heridos y a las 12:53 am el área de sanidad estaba totalmente tomada de personas heridas con disparos de fusil. Cerca de las 3:00 de la mañana del domingo cesaron las explosiones y los disparos y a las 4:17 am, ya controlada la situación, entraron los primeros miembros del CTI a sacar los cuerpos.
Entre las ocho y nueve de la noche de ese sábado estalló el motín y en ese periodo de tiempo los internos derribaron paredes, atacaron la garita, se quedaron con el arma del guardián que había saltado, se atrincheraron en un tiroteo que se prolonga por 30 o 40 minutos según uno de los testimonios. Sin embargo, a las 10:13 de la noche las cámaras captan a una serie de internos que son golpeados por los guardianes, y las 10:15 pm son desnudados, apaleados y trasladados a otros espacios a los que las cámaras no llegan. A pesar de esto, a las 11:00 pm seguían las detonaciones al interior del penal que mantenían en vilo a los vecinos de los barrios cercanos, y finalmente a las 3:00 de la mañana del lunes se silenció el interior para dar paso al ruido de las sirenas de ambulancias.
A la mañana siguiente, la luz de ese día domingo revelaba la gravedad y la macabra fotografía de la noche anterior. Centenares de casquillos tirados en el suelo, paredes agujereadas y pisos manchados de sangre ponían en evidencia la magnitud de la sevicia con que se había actuado. Posteriormente, los informes de Medicina Legal y de los investigadores, que se filtraban a la prensa a medida que se producían, solo agregaban más elementos probatorios de la conducta excesiva de los miembros de la guardia de aquella noche.
“Es claro que hubo exceso de la fuerza. Pero también es evidente que en muchos de los casos los disparos se iniciaron con la firme intención de matar y no como medida disuasiva”, decía unos de los investigadores luego de analizar las escenas de la sangrienta película del sábado. Otro de ellos, experto en balística, diría que “por la trayectoria de los impactos y las posiciones en que quedaron los cuerpos es claro que no estaban de frente atacando a nadie. Podrían estar caminando, corriendo o intentado escapar, pero definitivamente no estaban atacando a quien les disparó”. Cosa que también se puede confirmar con el testimonio de uno de los amigos de Joaquín Mejía, de 28 años, cuando esa noche él “iba con Joaco y de un momento a otro cayó boca abajo como un costal de papas, le dieron por la espalada”. Mejía, según la necropsia entregada por Medicina Legal, perdió la vida de dos impactos de bala por la espalda.
Este tipo de exceso y vulneración de derechos queda en evidencia con las palabras de la madre de Michael Melo, quien luego de un año, relata que su hijo perdió la vida por un disparo de fusil que le fracturó el brazo. Melo se encontraba en La Modelo desde 2018 y en 2019, a mediados de abril, fue atacado por su compañero de celda en el brazo izquierdo y para la época recibió poca atención médica. Al salir, luego de estar internado en una clínica, había perdido la movilidad del brazo izquierdo y perdería la movilidad de su brazo derecho en junio luego de otro ataque de la misma persona. Mientras su agresor solo fue trasladado a un pabellón psiquiátrico, Michael solo podía mover los dedos y sus compañeros eran quienes le ayudaban a comer, vestirse y hasta ir al baño. Sin embargo, esta condición física no impidió que guardianes del IMPEC le dispararán y que una llamada a la una de la mañana del domingo pusiera a su mamá al corriente de su muerte.
El saldo de aquella noche, según la investigación que adelanta la Fiscalía, fue de 24 personas muertas, 23 de ellas por arma de fuego y una por caída desde unos de los pisos superiores del edificio, y 107 heridos entre los que se incluyen a los internos (76) y guardianes (33). El reporte señala que las personas fueron heridas por armas de fuego (43), golpes de funcionarios (19), riñas (4) y caídas (6), además señala que hay evidencia que se usaron tiradores que dispararon contra los internos. El reporte menciona que se investiga la muerte de una persona con arma de fuego del personal de seguridad en un sitio ajeno al lugar de la supuesta fuga y, al igual que HRW, sostiene que hubo destrucción de pruebas.
En el informe se apunta al ocultamiento de material probatorio que serviría para esclarecer las responsabilidades de los acontecimientos de esa noche, como las balas que sanidad extrajo, que no se recuperaron y que no fueron entregadas a las autoridades. O las múltiples manipulaciones de las cámaras o videos del circuito de vigilancia de la cárcel, que serían claves para llevar a cabo investigaciones que hoy tienen en problemas a funcionarios del penal. Hasta ahora hay investigación formal contra el ex director de la cárcel, Carlos Augusto Hincapié; el ex director encargado, Mayor Jorge Gama y la ex comandante de Custodia y Vigilancia, la Teniente Elizabeth Vergara Vergara.
A pesar que ha transcurrido un año de los sucesos, y se han presentado varios informes tanto de los entes gubernamentales como de organizaciones de DDHH, no hay condenados aún. Con la disipación del humo de los incendios de esa noche, parece que el hecho no pasa, en los medios nacionales y en las calles, de ser una extensa crónica roja que nadie quiere volver a leer. A su tiempo las familias de las víctimas intentan extinguir las llamas de aquel infierno que hasta hoy los tiene envueltos en rumores, omisiones y en una tendencia, no muy rara, de impunidad.
Hasta el día de hoy los familiares claman por justicia y esperan que las diligencias adelantadas por la Dirección especializada de la Fiscalía contra las Violaciones de Derechos Humanos esclarezcan las sombras que aun rodean los hechos de aquel macabro sábado de marzo.
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